La bondad no es una invención de la mente ni algo que caprichosamente decidimos que es bueno. Sobre lo que es bueno o malo no caben opiniones, no caben los debates, porque la bondad no es subjetiva. Hay un claro criterio para saber qué es bueno o qué es malo: es bueno lo que nos acerca a Dios; es malo lo que nos aleja de Él.
Porque Dios es nuestro último fin, es decir, donde se halla nuestra perfección. De modo que en la medida en que podemos saber qué es lo que acerca a Dios, podemos también saber qué es lo bueno.
Ahora bien, una cosa es la bondad de “las cosas”, y otra la bondad de los actos humanos. La cuestión es: ¿cuándo son buenos los actos humanos? ¿qué condiciones se requieren para poder calificar de moralmente buenos a nuestros actos? ¿de qué depende la bondad de nuestros actos? ¿cuándo nos acercan o separan de nuestro último fin, que es Dios?
Lo primero que debemos de tener en cuenta al examinar nuestra conducta para su evaluación moral es lo que hemos hecho, es decir, nuestros actos ¿Es bueno lo que hemos hecho? Porque ya vimos que el bien es algo objetivo, como la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios gobierna el mundo, el universo y la comunidad humana. ¿Lo que hemos hecho está conforme con la objetiva ley divina, natural o evangélica?.
Ser Cristiano, ser hijo de Dios, no es algo que simplemente creemos con toda convicción, sino que además nuestro amor a Dios, se nota, se transpira, se expresa al exterior de nuestro ser; mediante las obras, nuestras acciones, nuestras decisiones, nuestras opiniones, todas conforme a la voluntad de Dios.
Cristo enseñaba moral. El Evangelio y los demás textos del Nuevo Testamento lo demuestran sin lugar a dudas. Sabemos que el Decálogo, o sea, los Diez Mandamientos de la ley moral natural -indicados expresamente por Dios a Moisés-, fue confirmado por el Evangelio.
Cristo tenía en cuenta estas dos dimensiones: la exterior, o sea, visible, social, pública y la interior. Pero, conforme a la naturaleza misma de la moral, el Señor concedía importancia primordial a la dimensión interior, a la rectitud de la conciencia humana y de la voluntad, es decir, a lo que en términos bíblicos, se llama “corazón”.
Del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre: el mal que reside en el corazón, es decir, en la conciencia y en la voluntad.
El Señor, por tanto, indica lo que está mal, las obras que son malas y en consecuencia contaminan al hombre y lo dañan, y que son externas, visibles. Pero indica también donde se encuentra la causa, la raíz de esas obras que, en definitiva, son una manifestación de lo que hay en el interior.
De las dos dimensiones de la moralidad de los actos humanos, la que posee importancia primordial es la interior: la dimensión interior del hombre. Además, existen normas que atañen de un modo directo a actos exclusivamente interiores.
Vemos ya en el Decálogo dos mandamientos que empiezan por estas palabras: “No desearás…” y “No codiciarás…” y que, por consiguiente no se refieren a ningún acto exterior, sino sólo a una actitud interior, relativa, en el primer caso, a “la mujer de tu prójimo”; y, en el segundo, a “los bienes ajenos”.
Cristo lo subraya con más fuerza todavía. Sus palabras pronunciadas en el monte de las Bienaventuranzas, cuando llama adúltero de corazón (Mateo 5:28) al que mira a una mujer deseándola.
He aquí la importancia de la dimensión interior de “lo moral”; es la importancia de la interioridad, de las intenciones, de las actitudes. Pero eso no es todo. Sabemos que el Sermón de la montaña habla también de las buenas obras, como la oración, la limosna, el ayuno, que el Padre ve en lo oculto (Mateo 6).
Que la dimensión interior del acto humano tenga primordial importancia no quiere decir que la exterior – “lo que se hace” – no afecte a la persona y no tenga relevancia moral. La tiene, y mucha. La ética cristiana no es sólo un conjunto de normas, mandamientos y reglas de conducta.
Cristo tenía en cuenta las dos dimensiones del acto humano; que son justamente dos dimensiones de un acto que es uno, aunque complejo. Por tanto, una simple “moral de intenciones” o “de actitudes” que no valore las obras en las que se plasman las actitudes e intenciones, seria una moral mutilada y, por tanto, falsa.
Cualquier cosa mala, por muy buena que sea la intención con que se haga, no deja de causar el mal; y el acto humano que la realiza resulta enteramente malo y daña siempre a la persona.
No es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta. Se puede obrar con la intención de realizarse uno a sí mismo y hacer crecer a los demás en humanidad; pero la intención no es suficiente para que en realidad nuestra persona o la del otro se reconozca en su obrar. Hace falta, además, que lo que se quiere sea de verdad bueno.