Evangelio de hoy Domingo 27 de abril 2025: La duda de Tomás

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Lectura del santo Evangelio según San Juan

Juan 20, 19-31

Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría.

De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.

Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.

Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.

Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos en este libro. Se escribieron éstos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.

Reflexión:

La herida de la duda: El camino de Tomás hacia la fe

Tomás, el apóstol a quien la historia ha bautizado como “el incrédulo”, carga en realidad una herida más honda que la simple duda. Detrás de su desconfianza, hay un corazón roto, una valentía derrumbada y un amor que, al verse débil, se sintió indigno de volver a levantar la mirada.

El dolor de quien amó y falló

El Domingo de Resurrección, Tomás no estaba en el Cenáculo. No había abandonado a sus amigos por indiferencia, sino por vergüenza y dolor. Había amado sinceramente a Jesús; había estado dispuesto a seguirle hasta la muerte. Pero, como Pedro, sus fuerzas humanas le traicionaron en el momento de mayor prueba. Vio la Pasión del Señor, su humillación, su muerte brutal… y sintió cómo su fe se hacía añicos. Cuando todo acabó, no encontró en sí mismo la fuerza para volver con los suyos. Se sintió cobarde, indigno, traidor.

Quizá deambulaba entre los lugares donde había visto a Jesús por última vez, sin atreverse a acercarse a sus hermanos. Su tristeza era una prisión silenciosa. No era simplemente que dudara de la Resurrección: dudaba de sí mismo, de su amor, de su valor. Y como ocurre tantas veces, la tristeza y el orgullo herido le cegaban el alma, incapacitándolo para ver la esperanza que ya había florecido en los corazones de los demás discípulos.

Una fe que necesitaba tocar

Cuando los discípulos, llenos de alegría, anunciaron a Tomás que habían visto al Señor, él no pudo unirse a su júbilo. No era escepticismo racional: era miedo a creer y volver a fallar. No quería otra desilusión, otro derrumbe. Por eso, exigió pruebas: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mi dedo en el agujero de los clavos, y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20,25).

Era una súplica desesperada de alguien que ya no confiaba en su propio corazón.

El encuentro que lo sanó

Ocho días después, Jesús mismo vino a buscarlo. No lo humilló. No le reclamó. Le ofreció exactamente lo que Tomás necesitaba: “Trae tu dedo aquí y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo, sino creyente” (Jn 20,27).

Ante esa misericordia desbordante, la dureza de Tomás se derrumbó. Tocó las heridas gloriosas de Cristo, y su alma herida tocó la ternura infinita de Dios. Entonces brotó de su corazón la confesión más grande: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28).

No fue una fe superficial: fue una fe nacida del dolor, de la humillación, del amor purificado. Una fe que reconocía no sólo al Maestro, sino a Dios mismo.

Un testigo para nosotros

La herida de Tomás fue permitida por Dios para que nosotros también, en nuestras propias luchas, podamos encontrar esperanza. Porque no todos creen fácilmente; muchos necesitamos, como Tomás, ser sanados de nuestras derrotas antes de poder creer con todo el corazón.

Jesús no se conforma con reprochar a Tomás; su leve reprensión se convierte en una bienaventuranza eterna: “Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20,29).

Tomás nos enseña que las dudas sinceras, las caídas dolorosas, pueden ser el inicio de una fe más fuerte. Su historia es la historia de muchos de nosotros: heridos, humillados, necesitados de un encuentro real con Cristo que nos devuelva la esperanza, la fe y la vida nueva.

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