Magnificat: cuando el alma humilde muestra la grandeza de Dios

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Tener devoción a la Virgen María no significa ponerla al mismo nivel que Dios. Ella no es Dios ni pretende ocupar su lugar. Más bien, toda su vida y misión nos conducen directamente hacia el Señor. 

En el Magnificat, proclamado en el Evangelio de Lucas (1,46-55), María misma lo deja claro: “Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador”. Desde sus propias palabras, María se presenta como una humilde sierva, consciente de que todo en ella proviene de la misericordia de Dios.

María no se glorifica a sí misma; glorifica a Dios. Al decir que su alma “magnifica al Señor”, no se coloca como centro, sino como reflejo. Magnificar significa mostrar más grande, hacer más visible, destacar. Y eso es justamente lo que hace María: con su fe, su obediencia y su maternidad divina, resalta la grandeza de Dios, no la suya.

Su “sí” permitió que Jesús, el Hijo de Dios, se hiciera hombre. A través de ella, el plan de salvación tomó forma visible. Pero nunca buscó el protagonismo. Al contrario, su actitud fue siempre de humildad y entrega: ella se dejó usar por Dios como instrumento para que su luz llegara al mundo.

Cuando meditamos en la vida de María, descubrimos un modelo perfecto de discipulado: una mujer profundamente humana, pero llena de fe, de esperanza y de amor a Dios. Su vida no nos desvía, sino que nos orienta hacia Cristo. Ella es como un espejo limpio y puro que refleja con fidelidad la gloria de Dios. Quien se acerca a María, se encuentra con Jesús.

Por eso, los cristianos que aman a María no la adoran, sino que la veneran como Madre, como discípula fiel, como guía hacia el verdadero Dios. Amar a María es dejarse conducir por ella hacia el corazón mismo de Dios.

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