Arrodillarse en misa: cuando el cuerpo ora y el alma se entrega

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En el corazón de la misa, cuando el silencio se llena de misterio y el pan se convierte en cuerpo, cuando la copa de vino se transforma en la sangre del Redentor… nos arrodillamos.

No por costumbre. No por obligación. Sino porque el alma ya no puede sostenerse de pie.

Arrodillarse: un lenguaje del alma

Cuando doblamos las rodillas ante el altar, estamos diciendo sin palabras: “Señor, no soy digno…”

Es el cuerpo entero el que entra en oración. En ese gesto humilde se funde la fe, la adoración, la súplica y el asombro.

No adoramos una idea, sino una presencia. En el altar está Cristo, vivo y entregado, como estuvo en el Calvario y como resucitado sigue entre nosotros.

¿En qué momento nos arrodillamos?

La Iglesia nos invita a arrodillarnos durante la consagración, cuando el sacerdote extiende las manos sobre el pan y el vino y pide al Espíritu Santo que los transforme.

Ese instante es tan sagrado, que el corazón se postra… y el cuerpo lo sigue.

Después, cuando el pan se ha convertido en el Cuerpo de Cristo, y el vino en su Sangre, el sacerdote se arrodilla. Y nosotros también, con él. Porque la tierra tiembla de amor cuando el Cielo desciende al altar.

¿Qué pasa si no puedo arrodillarme?

No todos pueden doblar físicamente las rodillas. Hay rodillas envejecidas, enfermas o limitadas por el espacio.

Pero lo que Dios mira no es la articulación, sino el corazón. Una inclinación profunda, una mirada reverente, un silencio adorante… pueden ser también un “me postro” que sube al cielo.

El mundo moderno ha dejado de arrodillarse. Ha dejado de inclinarse ante Dios porque ha olvidado quién es Dios.

Más que un gesto, una ofrenda

Pero el cristiano sabe que arrodillarse es dignidad, no humillación. Es libertad, no esclavitud. Es amor que se reconoce pequeño, ante un Amor que se hace Pan.

Cuando nos arrodillamos, nos unimos a los mártires, a los santos, a los ángeles, a toda la Iglesia del cielo y de la tierra. Nos arrodillamos porque estamos en presencia del Dios vivo.

Arrodillarse no está de moda. Pero sigue siendo sagrado.

Recuperar este gesto es recuperar la memoria del alma, que sabe a quién adora. Es volver a amar no sólo con el pensamiento, sino también con el cuerpo.

La próxima vez que estés en misa, y suenen las campanas al elevarse el Cuerpo del Señor… deja que tu alma se arrodille, y si puedes, que lo haga también tu cuerpo. Porque sólo el que se arrodilla ante Dios puede mantenerse en pie ante el mundo.

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