Entre la libertad y el testimonio: una reflexión sobre alcohol, cigarro y música secular en la vida cristiana

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Jóvenes bebiendo alcohol en el parque de la Manzana durante las fiestas de San Lorenzo en España.

En muchos ambientes católicos, especialmente durante fiestas patronales, convivencias religiosas o celebraciones familiares, es común encontrar expresiones culturales como el consumo moderado de alcohol, el uso de música popular o incluso la presencia de personas que fuman. 

Aunque la Iglesia católica no condena por principio estas prácticas, tampoco las aprueba sin matices. La clave está en comprender que la vida cristiana no se reduce a cumplir normas, sino a vivir con sabiduría, libertad y caridad.

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que el uso moderado de bienes como el vino o el tabaco no es pecado, pero advierte que su abuso sí lo es. Embriagarse, generar escándalo o dañar la salud por adicción contradice la virtud de la templanza (CIC 2290). 

No es lo mismo brindar con gratitud que perder el juicio; no es lo mismo encender un cigarro con respeto a los demás que esclavizarse a una dependencia:

CIC 2290:  La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de excesos, el abuso de la comida, del alcohol, del tabaco y de las medicinas. Quienes en estado de embriaguez, o por afición inmoderada de velocidad, ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras, en el mar o en el aire, se hacen gravemente culpables.

En cuanto a la música, el discernimiento es aún más importante. En la liturgia, la música debe ser sacra y elevar el espíritu. No se trata de gustos personales, sino de cuidar la dignidad del acto sagrado. 

En otros contextos —como encuentros juveniles o fiestas religiosas— puede haber espacio para expresiones culturales más alegres y modernas, siempre que no se contradiga el mensaje del Evangelio. Pero si la música glorifica el pecado, promueve la violencia, o sexualiza la celebración, entonces es incompatible con la fe, aunque sea popular.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando estas prácticas, aunque no sean malas en sí mismas, escandalizan a otros creyentes? En particular, muchos hermanos evangélicos ven con escándalo que los católicos permitan estas cosas en contextos religiosos. Incluso entre los mismos católicos, hay fieles cuya sensibilidad espiritual les lleva a rechazar con firmeza lo que perciben como excesos.

Aquí es donde entra el principio evangélico que tantas veces olvidamos:

Todo me está permitido, pero no todo me conviene” (1 Cor 6,12).

San Pablo lo expresó aún más claramente:

Por tanto, si un alimento causa escándalo a mi hermano, nunca comeré carne para no dar escándalo a mi hermano” (1 Cor 8,13).

Es decir, la caridad manda sobre la libertad. No basta con decir “no es pecado”, si eso hiere la conciencia de otro y aleja en lugar de acercar. El cristiano maduro no se aferra a sus derechos, sino que discierne lo que más edifica. A veces eso implicará renunciar a ciertas prácticas en público, por amor a los más débiles. En otras ocasiones, implicará explicar con paciencia y respeto lo que la fe realmente enseña.

No se trata de ser “más santos” por abstenerse de todo, ni tampoco de vivir sin límites. Se trata de caminar con libertad, sí, pero siempre en comunión y con responsabilidad. Y sobre todo, con el deseo de no ser obstáculo para nadie en su camino hacia Cristo.

En un mundo donde la forma puede pesar más que el fondo, el mejor testimonio cristiano es aquel que une verdad, belleza y caridad. Y si por amor a un hermano decidimos ser más prudentes con lo que consumimos o con lo que cantamos, entonces no estamos perdiendo libertad: la estamos consagrando.

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