María en la Biblia: lo que sí dice la Escritura y lo que no dice

María reconoce en Jesús al Señor, y en su mirada revela la fe que la Biblia muestra con sobria profundidad.

La Biblia presenta a María con una sobriedad que, lejos de disminuirla, muestra con mayor claridad la profundidad de su elección y la grandeza de su fe.

La Iglesia contempla a María desde la Sagrada Escritura. Su figura no nace de sentimientos devocionales, sino del núcleo mismo del Evangelio. Lo que la Escritura dice —y también lo que no dice— constituye el fundamento más seguro para comprender quién es María dentro del misterio cristiano.

María en el corazón del acontecimiento cristiano: Madre del Señor

La Biblia afirma con toda claridad que María es Madre de Jesús, y por lo tanto Madre del Señor. Lucas la presenta como “su madre” (Lc 2,34) y Mateo explica que Jesús fue “engendrado por obra del Espíritu Santo” en ella (Mt 1,18). 

Por otro lado, en Lucas 1,43 leemos que Isabel, llena del Espíritu, exclama: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”

En el lenguaje bíblico, llamar Señor (Kyrios) al Hijo que ella porta es reconocer su divinidad. Por eso el Concilio de Éfeso (431) proclamó solemnemente que María es Theotokos, Madre de Dios: no para ensalzar a María, sino para afirmar con absoluta certeza quién es Cristo.

“Llena de gracia”: una elección que nace del amor de Dios

El saludo del ángel —“Alégrate, llena de gracia” (Lc 1,28)— es una de las afirmaciones más densas de toda la Escritura. El término griego kecharitōmenē señala una gracia plena y permanente. María no es llamada así por un adorno literario, sino porque Dios la ha preparado de modo singular para su misión.

La Iglesia ha visto en este anuncio una verdad que armoniza con toda la historia de la salvación: la mujer elegida para ser Madre del Verbo encarnado recibe una gracia única desde el inicio de su existencia. Por eso los Padres de la Iglesia —como san Ireneo y san Ambrosio— la llamaron “nueva Eva”, aquella que, con su obediencia, coopera al plan de Dios (cf. Ireneo, Adversus haereses III,22,4).

Discípula antes que madre: la verdadera grandeza de María

En el Evangelio, María no es honrada solo por ser Madre del Mesías, sino por ser la creyente que escucha y cumple la Palabra

Hay un pasaje en el evangelio de Lucas que suele ser mal interpretado. Cuando una mujer proclama: “Dichoso el vientre que te llevó”, Jesús responde: “Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27-28). Algunos han malinterpretado al pensar que Jesús menosprecia a su madre y aprecia más bien a quienes escuchan y cumplen la Palabra de Dios, sin embargo, estas palabras no corrigen a María, sino que revelan su auténtica grandeza: el valor por encima de todos los valores no radica en la maternidad biológica de María sino en su fe incondicional. 

Lucas insiste en ello cuando señala que María “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19; 2,51). Y San Agustín lo expresa así: “María concibió primero a Cristo en su corazón y luego en su vientre” (Sermón 215,4).

María en la vida pública de Jesús: su presencia discreta pero decisiva

Aunque la Biblia no presenta a María en cada escena, sí lo hace en momentos determinantes de la misión de Cristo.

  1. Caná: la pedagogía materna que guía hacia Jesús. 

En las bodas de Caná, María identifica una necesidad humana —“No tienen vino”— y orienta sin protagonismo cuando dice “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5).

Aquí se muestra la actitud propia de María: conducir siempre hacia Jesús, nunca hacia sí misma.

b) La cruz: una maternidad que se abre a la Iglesia

En la hora suprema, María permanece junto a la cruz (Jn 19,25). Y desde el madero, Jesús confía al discípulo amado —símbolo de toda la Iglesia— la maternidad espiritual de María: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,27).

No es una figura decorativa. María forma parte del misterio pascual como madre que acompaña, sufre y espera.

Pentecostés: la Iglesia nace en oración junto a María

En Hechos 1,14, María aparece orando con los apóstoles en el cenáculo. Este breve versículo muestra una verdad profunda: la Iglesia nace con María, no como una líder paralela, sino como la creyente que sostiene con su fe el inicio del camino apostólico.

Es la misma humildad de la María que vivió en Nazaret, pero ahora en el corazón de la comunidad naciente.

La Biblia y la Iglesia marcan los límites necesarios para una devoción auténtica 

La Escritura presenta a María plenamente integrada en la vida de la comunidad apostólica: está en el cenáculo, persevera en la oración y acompaña la espera del Espíritu Santo (Hech 1,14).  Después de este momento fundacional, la Biblia ya no describe nuevos episodios sobre ella ni relata manifestaciones extraordinarias de su parte

Las apariciones marianas reconocidas a lo largo de la historia —como Guadalupe, Fátima y Lourdes— pertenecen al ámbito de la vida de la Iglesia, no al relato bíblico, y por eso la tradición las ha discernido como revelaciones privadas, no como continuidad de la narrativa de la Escritura.

La fe mariana, para ser verdaderamente católica, debe mantenerse tanto dentro del marco de la Palabra de Dios como de la enseñanza de la Iglesia, que distingue claramente entre el culto a Dios (latría) y la veneración a los santos (dulía), reservando para María una veneración especial (hiperdulía) por su relación única con Cristo.

La María bíblica: sencilla, creyente y luminosa

Cuando se lee la Escritura con atención, María aparece como una mujer real, profundamente humana, sostenida por la gracia, siempre abierta a la voluntad de Dios. Su grandeza no nace de atributos propios, sino de su constante al proyecto divino.

Por eso la Iglesia ve en ella:

  • a la Madre del Señor,
  • a la discípula fiel,
  • a la nueva Eva,
  • a la creyente que guarda y medita,
  • a la madre espiritual de los discípulos,
  • y a la mujer que acompaña el nacimiento de la Iglesia.

Vivir la devoción mariana desde la Biblia es volver al origen: a la María que nunca se puso en el centro, porque siempre apuntó al centro, que es Cristo.

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