A veces la Iglesia se encierra en sí misma corriendo el riesgo de perder a los fieles

En muchos rincones de nuestra Iglesia, late silenciosamente un problema que, aunque pocos se atreven a nombrar, provoca que muchos fieles vivan la fe con frialdad, como simples espectadores de los sacramentos. No se trata de falta de fe, sino de heridas provocadas por dos realidades que, lamentablemente, pueden encontrarse en nuestras comunidades:

  1. Grupos pastorales cerrados, que funcionan como círculos exclusivos.
  2. Sacerdotes que ejercen su ministerio como pequeños emperadores, más preocupados por el control que por el servicio.

El celo que apaga la misión

En el Evangelio según san Marcos, encontramos un episodio revelador. Juan le dice a Jesús:

“Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros” (Mc 9,38).

Jesús responde con firmeza:

“No se lo impidan, porque nadie que haga un milagro en mi nombre podrá luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a favor nuestro” (Mc 9,39-40).

Los apóstoles, celosos de su propio círculo, querían monopolizar la misión. Jesús les abre la mirada: la obra de Dios no es propiedad privada. Cada vez que un grupo pastoral actúa como si la parroquia fuera “su territorio” y no el hogar de todos, está cayendo en el mismo error que Jesús corrigió.

El “poder” mal entendido

El otro fenómeno es el del sacerdote que, en lugar de ver su ministerio como un servicio, lo vive como un reinado. Cuando la autoridad espiritual se confunde con autoritarismo, la comunidad se marchita. El papa Francisco lo dijo claramente:

“El pastor debe tener olor a oveja, no vivir como un príncipe alejado de su pueblo” (Homilía, Misa Crismal, 28 marzo 2013).

Un sacerdote que escucha poco, que decide todo sin dialogar, que trata a los fieles como súbditos y no como hijos de Dios, corre el riesgo de vaciar su parroquia de vida auténtica, aunque los templos sigan llenos los domingos.

Fieles que se enfrían

Cuando un feligrés siente que “no hay lugar para él” o que “nada cambiará porque el padre así lo quiere”, la fe se va volviendo fría. La misa se convierte en rutina y la participación en los sacramentos, en un acto mecánico. El compromiso se diluye, la misión se detiene, y la comunidad se vuelve un grupo que vive “hacia adentro” y no hacia la evangelización.

El modelo que Jesús nos dejó

Jesús abrió su misión a todos: hombres, mujeres, pecadores arrepentidos, samaritanos, romanos… Nadie estaba excluido por no pertenecer al “grupo original”. La Iglesia está llamada a vivir así:

  • Con grupos pastorales que sean puertas abiertas, no clubes privados.
  • Con sacerdotes que sean padres y pastores, no jefes de oficina parroquial.
  • Con fieles que participen activamente, no solo como oyentes.

Un llamado a la conversión comunitaria

No basta con denunciar el problema. Cada uno puede ayudar a cambiarlo:

  • Si formas parte de un grupo pastoral, pregunta: ¿estamos invitando a otros a sumarse a este apostolado o sólo cuidando nuestra parcela y no dejamos entrar a nadie más?
  • Si eres sacerdote, pregúntate: ¿mi autoridad es un servicio o un muro?
  • Si eres feligrés, no te resignes a la frialdad; busca participar y tender puentes.

La Iglesia, como Cuerpo de Cristo, se debilita cuando una parte se vcierra o se vuelve soberbia. Pero cuando se abre, se renueva, y el fuego de la fe vuelve a encender los corazones. Por eso en el año 2021 el Papa Francisco insistía en que la Iglesia no es un grupo cerrado de predilectos y pidió trabajar contra la tentación de la cerrazón, pues la Iglesia está llamada a ser comunidad abierta y humilde.

Quizá hoy, más que nunca, necesitamos escuchar de nuevo la voz de Jesús:

“No se lo impidan… El que no está contra nosotros, está a favor nuestro” (Mc 9,39-40).

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