Con profundo dolor recibimos la noticia del asesinato de dos miembros del personal de la embajada de Israel en Washington D.C., un acto violento que segó la vida de Yaron Lischinsky y Sarah Milgrim, una joven pareja llena de proyectos y sueños. Como comunidad católica, nos unimos en oración por sus almas y por el consuelo de sus familias, y nos sumamos al rechazo absoluto de todo acto de odio, incluyendo el antisemitismo, que sigue cobrando víctimas en distintos rincones del mundo.
Sin embargo, como discípulos de Cristo, llamados a ser constructores de paz y defensores de toda vida, debemos recordar que nuestra solidaridad no puede ser selectiva. La defensa de la vida no puede convertirse en una bandera partidista, ni mucho menos en una forma de justificar el silencio ante otras tragedias igualmente dolorosas y humanamente inaceptables.
Desde octubre de 2023, el conflicto entre Israel y Gaza ha escalado a niveles de horror inenarrable. Lo que inicialmente se presentó como una respuesta militar, ha devenido en una operación prolongada, cruenta y sistemáticamente destructiva, que ha devastado a la población civil de Gaza: también nos duelen los miles de muertos de Gaza, niños sin hogar, hospitales sin funcionar, y una población entera sometida a un sufrimiento cotidiano que ya muchos organismos internacionales no dudan en calificar como una forma de castigo israelita colectivo o incluso genocidio.
¿Por qué entonces, ante un crimen selecto, nuestra voz se eleva con fuerza, mientras que frente a una masacre masiva apenas si balbuceamos llamados vagos a la paz? ¿No nos interpela el Evangelio a llorar con los que lloran, sin importar su nacionalidad, religión o bando en una guerra? ¿No nos enseñó Jesús a amar también a nuestros enemigos y a poner fin a la espiral de violencia?
Hoy, más que nunca, debemos reafirmar que los católicos no estamos ni con unos ni con otros en la lógica bélica. Estamos con los inocentes. Estamos con las víctimas. Estamos con la vida, la justicia, la paz.
Sí, condenamos el atentado en Washington, porque cada vida importa. Pero también condenamos, con igual energía, el asedio israelita sobre Gaza, porque también ahí hay madres que lloran a sus hijos, familias que sufren la muerte, y comunidades enteras que claman por justicia.
No se puede construir la paz negando el dolor del otro. No se puede amar selectivamente. Como católicos, debemos levantar la voz en todos los frentes donde la dignidad humana esté siendo pisoteada. Nuestra solidaridad no debe tener fronteras, ni banderas, ni colores.
Estamos llamados a ser constructores del Reino de Dios, que no se basa en la venganza, sino en la misericordia; que no defiende intereses de unos, sino la dignidad de todos. Ese es el camino del Evangelio. Y ese es el camino que debemos tomar.