Cuando siento que mi desierto no termina

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A veces, la vida se siente como un vasto desierto interminable. Caminamos día tras día bajo un sol implacable, sintiendo el peso del cansancio, la sed de esperanza y el anhelo de encontrar un oasis que nos brinde alivio. En esos momentos, cuando el camino se vuelve árido y solitario, es fácil creer que nunca llegaremos al final, que la arena bajo nuestros pies se extiende para siempre.

Pero incluso en el desierto más extenso, la noche trae descanso. Incluso en el calor más sofocante, hay brisas que acarician el alma. Y aunque nuestros ojos no lo vean de inmediato, la vida sigue latiendo bajo la superficie, esperando su momento para florecer.

El desierto, por más largo que parezca, no es un destino final. Es un lugar de transformación, de aprendizaje, de resistencia. Es allí donde descubrimos nuestra fortaleza, donde aprendemos a escuchar el susurro del viento y a confiar en que cada paso, por pequeño que sea, nos acerca a un nuevo amanecer.

Si hoy sientes que tu desierto no termina, detente un instante. Respira. Mira a tu alrededor con otros ojos. Quizás no haya un oasis a la vista, pero tal vez descubras una pequeña flor que ha brotado en la arena, recordándote que la vida sigue. 

Tal vez sientas el alivio de una sombra inesperada o la frescura de una gota de rocío sobre tu piel. Y si nada de eso aparece, recuerda esto: todo desierto, por más inmenso que parezca, tiene un final. Y cuando menos lo esperes, verás el horizonte cambiar.

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