En más de una conversación cotidiana, al hablar con personas que se identifican como católicas, notamos una paradoja dolorosa pero no definitiva: muchos se dicen creyentes, van a misa con cierta frecuencia, han recibido los sacramentos… y sin embargo, parecen no conocer el corazón de su fe. No saben qué significa verdaderamente ser católico. No conocen el Evangelio. No se sienten parte viva de la Iglesia.
Este fenómeno no es nuevo, pero se ha hecho más evidente en nuestro tiempo. Por eso estamos frente a un gran reto, una oportunidad de renovación.
Un diagnóstico honesto
Es cierto que en muchas parroquias la vida cristiana se ha reducido a lo sacramental. Se celebra la misa, se administra el bautismo, la comunión, la confirmación… pero muchas veces sin una catequesis profunda ni un acompañamiento que convierta esos momentos en verdaderos encuentros con Cristo.
También es verdad que algunas pastorales se han vuelto círculos cerrados, donde cuesta trabajo integrarse si uno no “pertenece desde antes”. Los equipos no siempre crecen, y los espacios de formación y participación parecen escasos. A esto se suma la disminución del número de sacerdotes, y el cansancio que sienten muchos de ellos al cargar con tanto.
Por otro lado, la actitud de muchos sacerdotes no contribuye a una vida católica auténtica, pues muchos actúan como pequeños emperadores en sus parroquias, donde ellos lo deciden todo, no escuchan a los fieles y nada se hace sin su autorización.
Pero no podemos quedarnos sólo en el diagnóstico. La Iglesia es, por naturaleza, un cuerpo vivo, y el Espíritu Santo no ha dejado de actuar. Hay semillas de renovación germinando en muchos rincones.
Ya hay esperanza sembrada
A pesar de las sombras, también es verdad que hay pequeños grupos de laicos encendidos en la fe que están formando comunidades vibrantes, abriendo espacios para el diálogo, el servicio y la oración. Hay sacerdotes, religiosas, misioneros y agentes de pastoral que dan la vida con alegría, con fidelidad y con una profunda convicción.
Existen parroquias donde la formación doctrinal ha tomado nuevo impulso, con catequesis para adultos, círculos bíblicos, grupos de reflexión, escuelas de pastoral y comunidades de acompañamiento espiritual. Ahí donde se vuelve a mirar al Evangelio como fuente, y a Cristo como centro, comienza la transformación.
¿Qué podemos hacer desde hoy?
- Volver a enamorarnos de Jesús. No hay reforma verdadera sin volver al Señor. Leer los Evangelios, dejarnos interpelar por su Palabra, hablar con Él en la oración, redescubrir el tesoro de la Eucaristía. No podemos dar lo que no tenemos, pero cuando alguien ha conocido el amor de Cristo, no puede callarlo.
- Impulsar una pastoral abierta y servicial. Las comunidades necesitan abrir sus puertas. Hay que dar lugar a nuevos rostros, a nuevos carismas. Ser comunidad no significa proteger espacios, sino compartir dones.
- Formarnos con alegría y humildad. La ignorancia de la fe no se combate con juicio, sino con paciencia y enseñanza. No todos conocen su fe, pero todos pueden aprenderla. Y cuando el corazón entiende lo que cree, florece.
- Sostener a nuestros pastores. Muchos sacerdotes se sienten solos. Necesitan nuestro apoyo, nuestra oración, nuestra cercanía. Una comunidad que cuida a su pastor también es cuidada por él.
- Evangelizar con el ejemplo. Lo que más atrae al mundo no es una Iglesia perfecta, sino una Iglesia coherente. La fe vivida con amor, con alegría, con compromiso cotidiano, es la mejor catequesis que podemos ofrecer.
Un nuevo Pentecostés es posible
Es verdad que hay católicos que no conocen su fe, pero también es verdad que cada vez hay más hay un hambre de sentido, de comunidad y de Dios. Y ese anhelo es la puerta que el Espíritu Santo usa para entrar. No estamos solos. No estamos vencidos. La Iglesia ha atravesado siglos de desafíos, y siempre ha resurgido cuando vuelve a su fuente.
Hoy, más que nunca, tenemos la oportunidad de reavivar la llama. Que nuestras parroquias sean verdaderas escuelas de fe, que nuestras familias sean Iglesias domésticas, que nuestros grupos pastorales sean comunidades vivas. Que cada católico que se dice creyente, también lo sea de corazón.
Porque Dios sigue obrando. Y su Iglesia, aunque herida, sigue siendo madre, sigue siendo santa en medio de los pecadores, y sigue siendo llamada a reflejar el rostro de Cristo en el mundo.