Cuando entramos a una iglesia, casi sin pensarlo nuestros ojos se dirigen al altar. Lo vemos ahí, firme, silencioso, siempre en el mismo lugar. Pero, si somos sinceros, muchos de nosotros hemos pasado años de nuestra vida viéndolo sin preguntarnos realmente qué significa. Y es normal. La fe no se descubre de golpe, se va comprendiendo poco a poco, como cuando en una comunidad vamos compartiendo lo que creemos y nos ayudamos unos a otros a mirar más allá de lo que vemos.
Este texto quiere ser eso: una conversación sencilla pero profunda sobre por qué el altar es tan importante y cómo puede ayudarnos a vivir la Misa de otra manera.
¿Por qué el altar es el centro del templo?
El altar está en el centro del templo porque Cristo está en el centro de la Iglesia. No es decoración, ni un simple “mueble litúrgico”. Es el lugar donde Jesús se hace presente ofreciéndose en sacrificio. No quiere decir que en cada misa Jesús vuelve a sufrir o a morir. Quiere decir que su amor y su entrega de la cruz siguen actuando hoy.
En la Misa, lo que Jesús hizo una vez para siempre —dar su vida por nosotros— se hace presente diciendo: “Aquí estoy, me entrego por ti”. Por eso hablamos de sacrificio no en el sentido de dolor, sino en el sentido de entregarse por amor.
Un ejemplo que no refleja plenamente lo que sucede en el altar, pero nos acerca a conocer el misterio del sacrificio de Jesús, es la madre o el padre que dice “doy mi vida por mis hijos”. No significa que muera físicamente cada día, sino que su amor se entrega una y otra vez. En la Eucaristía, Cristo hace eso de manera perfecta.
El altar también es el lugar donde Jesús nos alimenta. Aquí hablamos de la Comunión. Cuando recibimos el Cuerpo de Cristo no sólo hacemos un gesto bonito, Él realmente nos fortalece por dentro.
Así como el alimento del día nos da fuerzas, la Comunión nos da fuerza espiritual para perdonar, para vencer tentaciones, para tener paz, para amar mejor, para sostenernos en los problemas.
Jesús mismo dijo: “El que me come vivirá por mí”, lo que significa que Él va a sostener nuestra vida desde dentro. Por eso decimos que la Misa es un banquete, porque Jesús nos reúne como familia y nos alimenta como familia.
Por eso todo en la Misa gira alrededor del altar: las oraciones más importantes, la preparación de los dones, la consagración, la comunión. Todo gira alrededor del altar. Es el punto donde el cielo y la tierra se tocan, no como metáfora bonita, sino como realidad que la Iglesia ha recibido desde los primeros siglos.
El altar es símbolo de Cristo
Cuando decimos que el altar “representa a Cristo”, no lo decimos para hablar simbólicamente. Lo decimos porque ahí sucede lo que Jesús hizo en la Última Cena y lo que entregó en la Cruz.
Por eso el altar es sólido, firme, estable y es único en cada iglesia. Por eso se besa, se inciensa y se cuida con un respeto especial. No lo tratamos así porque “seamos muy ceremoniosos”, sino porque es Cristo mismo quien se entrega ahí nuevamente por nosotros, de manera sacramental.
Imaginemos esto de forma cercana: si Cristo viniera físicamente a nuestra parroquia, ¿no cuidaríamos el lugar donde va a estar? Bueno: eso es justo lo que la Iglesia hace con el altar.
Más que una mesa: una historia de fe
En las primeras comunidades cristianas, cuando la persecución obligaba a celebrar la misa en casas o catacumbas, el altar no siempre era una piedra hermosa. A veces era la mesa de una familia o el lugar donde descansaba el cuerpo de un mártir. Pero siempre era el espacio donde la comunidad decía: “Aquí celebramos la entrega del Señor. Aquí nos reunimos porque Él vive.”
Con el paso del tiempo, la Iglesia aprendió a construir altares dignos y permanentes. Pero la intención es la misma: que ese lugar ayude a la comunidad a reconocer la presencia del Señor en la Eucaristía.
¿Por qué se cuida tanto?
No se trata de lujo. Se trata de que el altar invita a mirar con respeto lo que sucede ahí.
Por eso tiene mantel blanco, velas, flores sobrias, y una iluminación especial. Por eso no se usa como mesa de objetos o como plataforma para discursos.
El altar no es del sacerdote, ni de los ministros, ni de la parroquia. Es del Señor y de su Pueblo. Todo lo que se hace en él nos toca a todos, porque es donde Dios nos recuerda quiénes somos: hijos invitados al banquete.
El altar y nosotros
A veces pensamos que el altar es cosa “de los que están en el presbiterio”. Pero no. Todo en la Misa se dirija a que nosotros, como comunidad, podamos participar mejor.
Cuando miramos el altar, podemos recordar tres actitudes simples:
- Disponibilidad: Cristo se entrega en el altar; yo me puedo entregar con Él: mi semana, mis dolores, mis problemas, mis dudas.
- Unidad: la mesa de Cristo no es exclusiva; Él nos reúne en el altar para ser un solo cuerpo.
- Agradecimiento: la Eucaristía es acción de gracias y el altar es el lugar donde ponemos nuestra gratitud, aunque sea pequeñita.
Un signo que nos forma como Iglesia
En tiempos en los que tenemos mil cosas en la cabeza —trabajo, redes sociales, prisas, problemas— el altar nos ayuda a recordar qué es lo más importante: que lo esencial es Cristo.
Nos recuerda que la fe no es sólo sentir bonito, ni cumplir un rito, sino encontrarnos con Alguien real que nos alimenta y nos sostiene.
Por eso el altar no es sólo un símbolo del pasado. Sigue siendo actual. Sigue diciéndonos: “Pon a Cristo en el centro.”
Mirar de nuevo el altar
La próxima vez que entres a la iglesia, antes de sentarte, mira el altar. Míralo como quien vuelve a mirar algo conocido, pero con ojos nuevos.
Pregúntate: “¿Qué me está diciendo hoy el Señor desde aquí?”, “¿Qué quiero ofrecerle?”, “¿Qué necesito recibir de Él?”
Descubrirás que el altar no está ahí para “rellenar” la parroquia, sino para recordarte que Cristo sigue dándose por ti y contigo.











