Desde el inicio de su pontificado, el Papa Francisco dejó claro que su vida, su vocación y su servicio pastoral estaban profundamente enraizados en el amor a la Virgen María.
No se trataba sólo de una devoción personal, sino de una entrega filial que marcó cada uno de sus gestos, decisiones y palabras. Para él, María no era sólo la Madre de Dios, sino también la Madre que lo sostenía a diario, como lo hace con todos sus hijos.
Una de sus primeras acciones: ir a saludar a la Madre
El 14 de marzo de 2013, apenas un día después de ser elegido Papa, Francisco visitó la Basílica de Santa María la Mayor en Roma para encomendar su pontificado a la Virgen.
Llevó consigo un ramo de flores, rezó en silencio y dejó claro ante el mundo que el nuevo Papa comenzaba su misión bajo la mirada de María. Ese gesto sencillo, casi espontáneo, hablaba de una relación de confianza y ternura, de hijo que no puede emprender nada sin antes mirar a su Madre.
María, ternura de Dios para los pobres
Francisco siempre presentó a la Virgen como la ternura de Dios hecha carne. En sus palabras, María no era una figura lejana o idealizada, sino una mujer real, fuerte, humilde, que acompaña a los pequeños, a los que sufren, a los descartados del mundo.
Por eso su amor a María estuvo siempre unido a su amor por los pobres. En cada advocación mariana –la Virgen de Luján en Argentina, Nuestra Señora de Guadalupe, María Auxiliadora, la Virgen de Aparecida– veía a una Madre que camina con su pueblo.
El rezo del Rosario, una necesidad diaria
Francisco nunca dejó de recomendar el Rosario como oración sencilla, profunda y poderosa. En varias ocasiones confesó que, desde joven, recitaba el Rosario cada día. En una entrevista dijo: “Cuando contemplo a la Virgen en el Rosario, siento que Ella me toma de la mano y me acompaña”. Para él, el Rosario era más que una devoción: era un camino de contemplación, un ancla de paz en medio del trabajo, un medio para estar en comunión con Jesús por medio de su Madre.
María, modelo de discípula
El Papa Francisco hablaba de María como la primera discípula de Jesús, la mujer que supo escuchar, guardar en su corazón y ponerse en camino. En su Exhortación Evangelii Gaudium, escribió: “Ella es la amiga que siempre está atenta para que no falte el vino en nuestra vida, la que vive con nosotros y atraviesa nuestras luchas”. Esta visión de María como compañera de camino fue central en su magisterio y en su espiritualidad.
Encomendó a la Iglesia y al mundo a María
En momentos difíciles, como durante la pandemia de COVID-19, el Papa Francisco confió al mundo a la Virgen. Realizó actos de consagración, pidió oraciones marianas por la humanidad herida, y llevó la mirada de la Iglesia hacia Aquella que sabe estar firme junto a la cruz, como en el Calvario.
Una espiritualidad profundamente mariana
El amor del Papa Francisco por la Virgen María no fue una devoción más entre tantas, sino una dimensión esencial de su vida espiritual. Lo mariano no era accesorio, sino vital. María era para él el rostro maternal de la Iglesia, la estrella que guía al Pueblo de Dios, el consuelo de los sencillos, el refugio de los pecadores, la Maestra del silencio y la intercesora que nunca se cansa.
Un legado de amor filial
Hoy, al recordar al Papa Francisco, no podemos dejar de pensar en su corazón mariano. Su vida fue un testimonio de lo que significa confiar en María como una verdadera Madre. Su pontificado nos deja, entre muchas herencias, esta certeza: que caminar con María es caminar con esperanza, que amarla es aprender a vivir como verdaderos hijos de Dios, y que, como él mismo decía, “donde está María, está Jesús”.