El Lavatorio de los Pies: Un Dios que se arrodilla por amor

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En el silencio íntimo del Cenáculo, mientras el ambiente se colmaba del misterio de una despedida, Jesús hizo algo desconcertante. Se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó. Luego, con una jofaina de agua en las manos, se inclinó para lavar los pies de sus discípulos.

Era la víspera de su Pasión. El Maestro, el Hijo de Dios, el Señor del universo, eligió ese momento para hacer un gesto que cambiaría para siempre la comprensión del amor, del servicio y de la verdadera grandeza. 

Jesús, sabiendo que había llegado su hora, no eligió predicar un sermón, ni realizar un milagro espectacular. En cambio, lavó los pies de sus amigos, como un sirviente.

Un amor que se inclina

El lavatorio de los pies no fue solo un gesto de humildad, fue una revelación de Dios. Porque en ese momento, Jesús nos mostró con claridad cómo es el corazón de su Padre: un Dios que no se guarda su divinidad como un privilegio, sino que se se inclina, que se arrodilla por amor.

Este acto nos duele, nos desconcierta y nos transforma. Nos duele porque nos enfrenta con nuestro orgullo, con nuestra resistencia a servir y a dejarnos servir. 

Nos desconcierta porque rompe nuestros esquemas sobre lo que creemos que es el poder. Y nos transforma porque, al ver a Jesús lavar pies, comprendemos que amar es rebajarse, es tocar el barro de la humanidad del otro sin miedo ni repulsión.

”¿Entienden lo que he hecho con ustedes?”

Jesús no lavó los pies solo por amor a los suyos, sino para dejarnos un ejemplo. Él mismo lo dijo: “Si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13,14). 

El camino del discípulo no es la ambición ni la gloria, sino el servicio, el silencioso don de sí en lo cotidiano.

Pero este gesto también tiene una profundidad que toca el alma: no se trata sólo de un llamado a la acción, sino a dejarse amar. Pedro, confundido, quiso negarse: “Tú no me lavarás los pies jamás”. ¡Qué difícil es permitir que Dios se arrodille ante nosotros! Pero Jesús le responde con dulzura y firmeza: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”.

Porque el primer paso del amor no es dar, sino dejarse amar. Dejarse limpiar, tocar, sanar por Cristo. Sólo quien ha sido lavado por el Señor puede luego lavar los pies de los demás con autenticidad.

Una escena que se repite hoy

Cada Jueves Santo, esta escena se hace presente en cada una de nuestras parroquias. Pero más allá del rito, este gesto se repite cada vez que una madre limpia con ternura a su hijo enfermo. Cada vez que un esposo cuida a su esposa con Alzheimer. Cada vez que un voluntario sirve un plato de comida caliente al que tiene frío. Allí está Cristo, lavando pies, arrodillado en el dolor y en la esperanza.

En un mundo que exalta el éxito, el poder, la apariencia, el lavatorio de los pies es un escándalo que nos recuerda que la única grandeza que salva es la del amor que se arrodilla.

El lavatorio de los pies no es solo un recuerdo piadoso. Es una llamada urgente. Jesús nos muestra el camino: amar hasta el extremo, sin medida, sin condiciones. Amar en lo pequeño, en lo oculto, en lo que nadie ve. Y también nos dice: “Déjate lavar. Deja que yo toque tus heridas. No tengas miedo de mi amor que se arrodilla por ti”.

Porque al final, no seremos juzgados por cuánto hicimos, sino por cuánto amamos. Y quien haya amado como Jesús, lavando los pies de los otros, ya ha comenzado a vivir el cielo aquí en la tierra.

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