El Concilio Vaticano II marcó un giro decisivo en la comprensión del papel del laicado dentro de la Iglesia Católica. Antes del Concilio, a menudo se definía al laico de forma negativa (es decir, aquel cristiano que no es clérigo ni religioso), lo cual daba la impresión de ser un creyente de “segunda clase”.
El Vaticano II, sin embargo, ofreció una descripción positiva de la identidad y misión del laico. En la constitución Lumen Gentium, que es la Constitución dogmática del Concilio, se afirma que los laicos, por el bautismo, están “incorporados a Cristo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo”, encargados de ejercer “la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo” .
En otras palabras, los laicos comparten con los clérigos la misma dignidad bautismal y la misma llamada fundamental a la santidad y a la misión evangelizadora. Como decía de forma elocuente san Agustín: “Con vosotros, soy cristiano; para vosotros, soy obispo”, subrayando que ser cristiano (bautizado) es lo primero, antes que cualquier distinción ministerial, y que ningún laico es un cristiano de segunda clase .
La vocación laical tiene, según el Magisterio conciliar, una característica propia: la secularidad. Esto significa que el ámbito específico donde los laicos están llamados a servir a Dios es el mundo y sus realidades temporales.
Lumen Gentium (n.31) enseña que a los laicos les corresponde “buscar el Reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales” . Del mismo modo, el decreto Apostolicam Actuositatem del Concilio Vaticano II sobre el apostolado de los laicos, recalca que, viviendo inmersos en las estructuras familiares, sociales, laborales y culturales, los fieles laicos son llamados por Dios a ser fermento del Evangelio en medio del mundo.
Su testimonio de vida y acción transformadora en esas realidades cotidianas contribuye a santificar el mundo desde dentro, “igual que la levadura”, manifestando a Cristo a los demás con el brillo de su fe, esperanza y caridad .
Esta visión teológica postconciliar sitúa a los laicos no al margen, sino en el corazón de la misión de la Iglesia. Todos los bautizados –laicos, religiosos y clérigos– forman juntos el Pueblo de Dios peregrino.
El Concilio declaró explícitamente que todo lo dicho sobre la Iglesia vale por igual para todos sus miembros, sin excluir a los laicos . Si bien existe diversidad de ministerios y carismas, hay una unidad de misión y una verdadera igualdad en dignidad de todos los fieles en cuanto constructores del Cuerpo de Cristo.
La tarea de la jerarquía, por tanto, no es actuar sola, sino pastorear reconociendo y promoviendo los dones de los laicos, de modo que “todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común” de la Iglesia . Este fundamento teológico sentó las bases para revalorizar la identidad del laico como sujeto activo en la vida eclesial, en lugar de mero espectador.