Extra omnes: el momento en que todo se detiene

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Cuando los cardenales entran a la Capilla Sixtina y se pronuncia la frase “Extra omnes”, algo sagrado comienza. “Todos afuera”. Sólo ellos quedan dentro. Sólo el Espíritu debe hablar.

En ese instante, el mundo se detiene, o al menos se recoge. Afuera, todos nos preguntamos quién será el nuevo Papa, el sucesor de Pedro. Dentro, los cardenales, sucesores de los apóstoles, se sumergen en un silencio que no es vacío, sino lleno de oración, discernimiento y misterio.

No eligen al más fuerte, no al más carismático ni al más admirado. Buscan, guiados por el Espíritu Santo, al siervo de los siervos de Dios. Y esa es la gran paradoja: ¿cómo puede alguien ser al mismo tiempo el primero y el más humilde? Jesús ya nos lo había dicho con claridad desconcertante: “El que quiera ser el primero, que se haga el servidor de todos.”

Servir para guiar. Guiar sirviendo. Así es como se vive el liderazgo en la Iglesia de Cristo. No como dominio, sino como donación. No como poder, sino como amor. Y eso no sólo desconcierta a los grandes del mundo, sino también a nosotros, que a veces esperamos de un Papa seguridad humana, cuando lo que nos ofrece es la fuerza de la fe y la debilidad de un corazón tocado por Dios.

Extra omnes. “Fuera todos”. Es más que una instrucción logística. Es una señal espiritual: dejar todo afuera. Dejar las opiniones, los cálculos, las ideologías. Vaciarse para que Dios llene. Porque sólo el Espíritu puede guiar esa elección. Solo Él puede inspirar al elegido a cargar con el peso de Pedro.

Pedro… ese pescador que negó a Jesús y que lloró con el alma rota. Pero fue amado. Fue perdonado. Y Jesús no retiró su elección: al contrario, le confió a su Iglesia. Lo sostuvo con su oración: “He pedido por ti para que tu fe no desfallezca.”

Pedro es eso: un misterio de misericordia. Un hombre frágil hecho roca por la gracia. Alguien que no brilla por sí mismo, pero que nos muestra el camino por sus lágrimas, por su fe que cayó y se levantó. Pedro no es un superhombre, es un hombre sostenido por el amor de Dios.

Y la Iglesia se construye así. No sobre perfección, sino sobre fe probada. No sobre estrategias humanas, sino sobre lágrimas sinceras. Pedro no fue grande por no haber fallado, sino por haberse dejado levantar.

Por eso, cuando se cierra la puerta de la Capilla Sixtina, no termina un proceso; comienza una esperanza. El Espíritu sopla donde quiere. Y aunque muchos desde fuera analicen, especulen o hagan cábalas, los que están dentro sólo pueden abrir el corazón, escuchar y confiar.

Y nosotros, desde afuera, también podemos entrar —no con los pies, sino con el alma— en ese silencio. Y orar. Orar como Jesús lo hizo por Pedro. Porque de ese lugar, de ese silencio lleno de Dios, saldrá alguien que, con sus debilidades y su fe, nos confirmará una vez más que el amor es más fuerte, que la misericordia tiene la última palabra, y que el Reino de Dios sigue avanzando, piedra sobre piedra… sobre Pedro.

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