En medio del homenaje que el mundo católico rinde al Papa Francisco tras su partida a la Casa del Padre, no podemos dejar de contemplar una de las dimensiones más profundas de su pontificado: su espiritualidad. Una espiritualidad realista, combativa, esperanzada; tejida con la conciencia clara de que la vida cristiana no es un paseo sereno, sino una batalla interior constante.
Durante una catequesis pronunciada el 3 de enero de 2024, el Santo Padre habló con la claridad de quien conoce el alma humana. Afirmó sin titubeos: “la vida espiritual del cristiano no es pacífica, lineal y sin desafíos; al contrario, exige una lucha constante”. Esta no fue una simple reflexión de Año Nuevo, sino el eco de una convicción que marcó todo su ministerio: la fe no se acomoda, la fe combate. No se conserva en vitrinas, se vive en el barro del día a día.
Francisco entendía que el cristiano, desde el momento de su Bautismo, entra en una contienda espiritual. La unción catecumenal no lo exime de la batalla, sino que lo alista. En un mundo que muchas veces confunde bienestar con plenitud, el Papa advertía: “quien se siente bien, está soñando”. Todos —incluso los santos— tienen algo que purificar, algo que transformar, algo por lo que luchar.
No se trata de pesimismo, sino de esperanza encarnada. Porque el Papa no solo habló del combate, sino también del perdón. Invitaba a no temer la Confesión, ese sacramento en el que no hay condena sino abrazo. “Jesús nunca se olvida de perdonar”, decía. “Somos nosotros los que perdemos la capacidad de pedir perdón”.
Con humildad, enseñó que incluso Jesús fue tentado tras su Bautismo, porque quiso vivir nuestra fragilidad. Y al igual que Él, los cristianos se encuentran a diario con voces que los arrastran entre extremos: el orgullo contra la humildad, el odio contra la caridad, la tristeza contra la alegría verdadera. En ese claroscuro, el Papa llamó a mirar los vicios con honestidad y a caminar hacia las virtudes, “trayendo la primavera del Espíritu” a nuestras almas.
Su espiritualidad no fue un refugio fuera del mundo, sino un compromiso profundo con sus heridas. Por eso, mientras hablaba del alma, también elevaba su voz por la paz. Nunca dejó de recordar que “la guerra es una locura, siempre es una derrota”, y pedía oraciones por los pueblos que sufren, desde Palestina hasta Ucrania, desde los rohingya hasta Japón.
Francisco fue un pastor que luchó por el alma humana. Un hombre de Dios que creyó que cada corazón podía florecer. Su espiritualidad sigue viva, como semilla en nuestra conciencia, invitándonos a no rendirnos, a seguir caminando, a vivir el combate con fe, con amor y con la certeza de que el Espíritu jamás abandona a quien busca la luz.