Defender la vida es uno de los compromisos más profundos y nobles de la Iglesia católica. No se trata de una bandera ideológica ni de un debate político: es, antes que nada, una convicción evangélica. Toda vida humana es sagrada, porque cada persona ha sido creada a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,27). Por eso la Iglesia proclama el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural.
Sin embargo, el mandato de custodiar la vida no puede reducirse al inicio de la existencia. Si bien la defensa de los no nacidos es imprescindible —porque son los más vulnerables y quienes no tienen voz para clamar justicia—, el Evangelio nos exige mirar más allá.
El mismo Dios que nos pide proteger al niño en el vientre, nos llama a defender la vida del anciano olvidado, del enfermo que no puede pagar un tratamiento, del campesino que sufre hambre por causa de la injusticia social, del migrante que atraviesa mares y fronteras para escapar de la violencia, del joven que muere en una balacera porque la violencia organizada le robó su futuro y hasta la vida de un criminal condenado a la pena capital.
Una vida que vale en todas sus etapas y condiciones
El papa Francisco nos recordó que la defensa de la vida no es una causa parcial: No podemos decir que defendemos la vida si no defendemos todas las vidas, parece decir el Papa Francisco en Fratelli tutti, 18, cuando dice:
“Partes de la humanidad parecen sacrificables en beneficio de una selección que favorece a un sector humano digno de vivir sin límites. En el fondo no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si “todavía no son útiles” —como los no nacidos—, o si ‘ya no sirven’ —como los ancianos—”.
El derecho a la vida no se agota en un momento biológico: se prolonga en el derecho a vivir con dignidad. Si luchamos porque un niño sobreviva al aborto pero muere de hambre a los cinco años habremos hecho mal nuestro trabajo cristiano.
La pastoral por la vida, por tanto, necesita ampliar sus horizontes. No se trata de sustituir causas, sino de integrarlas. Defender al no nacido es urgente, pero también lo es alzar la voz por los pueblos que viven bajo el yugo de la miseria, por los enfermos que son descartados porque su atención “no es rentable”, por quienes mueren ahogados en un mar de indiferencia.
Pronunciarse con valentía
La Iglesia está llamada a ser la voz de quienes no tienen voz, no sólo en los salones parroquiales, sino también en la plaza pública, en los medios de comunicación, en las redes sociales, en las aulas y donde sea que se pueda tener influencia.
La pastoral por la vida no debe limitarse a actividades internas o a juntas o conferencias; debe tener el valor de pronunciarse ante leyes injustas, presupuestos gubernamentales que recortan servicios de salud, políticas económicas que condenan a pueblos enteros al hambre, o la normalización de la violencia que mata a miles cada año.
Cuando la defensa de la vida se expresa en todos los frentes, la sociedad empieza a comprender que el valor de la existencia humana no es una consigna religiosa, sino un fundamento de civilización.
Un testimonio que atrae
El día que la pastoral por la vida sea conocida no sólo por sus marchas contra el aborto, sino también por su presencia solidaria en campos de refugiados, en hospitales públicos, en zonas de hambruna y en barrios azotados por la violencia, será más fácil que la sociedad escuche y entienda nuestro mensaje. Ese testimonio integral, coherente con el Evangelio, será luz que no pueda esconderse.
Defender la vida desde la concepción hasta la muerte natural significa, en el fondo, reconocer que cada ser humano —sin importar su origen, condición o etapa de desarrollo— es un hermano al que Dios nos confía.
Nuestra misión, como Iglesia, es que nadie se sienta excluido de ese abrazo que custodia, defiende y celebra el don sagrado de vivir.