Cuando el ángel Gabriel se presentó ante María en la Anunciación, no la llamó por su nombre, como solemos hacer nosotros. En cambio, la saludó con un título celestial: “llena de gracia”. Esta expresión no es un simple saludo afectuoso; es una declaración de lo que ella es a los ojos de Dios. Y esa frase, tan breve, encierra un misterio profundo que nos ayuda a entender quién es María y qué lugar puede ocupar también en nuestra vida interior.
San Luis María Grignion de Montfort, uno de los grandes promotores de la devoción mariana, escribió: “Dios Padre hizo un conjunto de todas las aguas y lo llamó mar ; hizo una reunión de todas las gracias… y la llamó María”.
En María está la plenitud de la gracia, esa vida divina que Dios derrama sobre nosotros como un don gratuito. Pero, ¿qué es exactamente la gracia?
El Catecismo de la Iglesia Católica la define como el regalo inmerecido que Dios nos da para responder a nuestra vocación de ser sus hijos. Hay gracias que nos transforman interiormente (la gracia santificante), otras que nos ayudan a actuar según su voluntad en momentos concretos (las gracias actuales), y también hay gracias propias de cada vocación, como el matrimonio, el sacerdocio o la vida consagrada.
María fue inundada de esta gracia de forma única. Ya estaba llena cuando fue saludada por el ángel, y fue colmada aún más cuando el Espíritu Santo descendió sobre ella y la cubrió con su sombra. Al decir sí en la Anunciación, María aceptó convertirse no sólo en la Madre de Jesús, sino en Madre nuestra, colaborando íntimamente con el Espíritu Santo en la formación del cuerpo entero de la Iglesia.
Esa maternidad espiritual no se detuvo con la muerte de Cristo. El Catecismo lo dice con claridad:
“Esta maternidad de María en el orden de la gracia continúa sin interrupción desde su consentimiento en la Anunciación… hasta el cumplimiento eterno de todos los elegidos”.
Hoy, María sigue acompañándonos como madre. La Iglesia la invoca con títulos entrañables: Abogada, Auxiliadora, Socorro y Mediadora. Esto no quiere decir que ella sea el origen de la gracia (solo Dios lo es), sino que actúa como un canal amoroso por el que esa gracia llega hasta nosotros. Como una madre que alimenta, cuida y guía a sus hijos, María distribuye con ternura las gracias que Dios le confía.
A través de su intercesión, la luz del Espíritu Santo entra en nuestros corazones y nos muestra en qué necesitamos crecer, sanar o fortalecernos. Con esa luz podemos identificar nuestras sombras y abrirnos a la transformación interior. Es entonces cuando empieza a cultivarse en nosotros un verdadero jardín de virtudes, donde florecen la fe, la paciencia, la humildad, la caridad.
La vida interior no es un esfuerzo solitario. María, la llena de gracia, nos acompaña, nos forma y nos sostiene. Quien se deja guiar por ella, poco a poco va siendo lleno también de la gracia de Dios. Y esa gracia, cuando se recibe con humildad, puede hacer maravillas en el alma.