Cuando hoy hablamos de “temor”, pensamos en algo negativo: miedo, angustia, pánico. El temor es lo que nos hace huir de lo que consideramos peligroso, dañino o amenazante. Y con esa definición moderna, resulta chocante que la Biblia hable tantas veces del “temor de Dios”, sobre todo cuando también nos dice que Dios es amor (1 Juan 4,8). ¿Cómo puede alguien amar a Dios y al mismo tiempo temerle? ¿No es eso una contradicción?
La clave para resolver esta aparente contradicción está en comprender qué significaba “temor” en el contexto bíblico original y por qué, aunque hoy nos suene extraño, no es un error de lenguaje, sino una riqueza espiritual que vale la pena redescubrir.
El lenguaje original: yir’ah y phobos
La mayoría de las veces que en el Antiguo Testamento aparece “temor de Dios”, se usa la palabra hebrea yir’ah (יִרְאָה), que sí puede significar miedo, pero también significa reverencia, respeto profundo, admiración sobrecogedora. No es el miedo de un esclavo al látigo, sino la impresión que causa estar ante la grandeza, la pureza y el poder absoluto.
En el Nuevo Testamento, el término griego usado es phobos (φόβος), que puede indicar temor a secas, pero como en el griego clásico, puede también referirse a un “temor reverencial”, una actitud de asombro ante la majestad divina.
Esto quiere decir que los autores bíblicos no intentaban describir un miedo irracional o paralizante, sino una actitud interior de humildad, reverencia y reconocimiento de que Dios es Dios, y nosotros no.
¿Entonces por qué no usar otra palabra?
Podría parecer que sería más sencillo que la Biblia dijera “reverencia a Dios” o “respeto profundo”, pero hay algo más en el “temor de Dios” que esas palabras no alcanzan a expresar del todo. La expresión bíblica del temor de Dios tiene una carga emocional y existencial que no se puede reducir al respeto cortés o a la veneración distante.
Es un temor que nace del amor y se purifica en el amor. Por eso, san Agustín, en el Sermón 335B habla de cómo el temor de Dios nos ayuda a superar el miedo a la muerte y a las amenazas terrenales, ya que nos lleva a poner nuestra confianza en Dios, lo que sugiere una frase que se le suele atribuir:
“Teme a Dios, para no temer nada más”.
Quien teme a Dios en el sentido bíblico no vive angustiado, sino liberado del miedo al mal, al pecado y a la muerte. Este temor no aleja a la persona de Dios, sino que la acerca, porque es el temor de herir el corazón de quien más nos ama, no por castigo, sino por amor.
Un ejemplo claro: el hijo que ama y respeta
Imaginemos a un hijo que ama profundamente a su padre. No le teme como a un tirano, pero sí experimenta una forma de temor cuando se da cuenta de que una palabra o acción suya podría entristecerlo o deshonrar su amor.
Ese temor no es miedo, es conciencia amorosa de la relación, y por eso actúa con cuidado, con atención, con deseo de no fallarle. Eso es el temor de Dios.
El amor que transforma el temor
La Biblia no oculta que el miedo servil existe, pero lo trasciende. “En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto expulsa el temor” (1 Juan 4,18).
Ese “temor expulsado” es el miedo a ser condenados, el miedo al castigo. Pero no se expulsa todo temor, sino sólo el que no ha sido sanado por el amor. El verdadero temor de Dios permanece incluso en los santos, no porque tengan miedo de Dios, sino porque viven en una conciencia tan clara de su santidad que no quieren perderlo ni por un instante.
La sabiduría del temor
El temor de Dios no es un retroceso, sino una forma elevada de sabiduría espiritual:
“El temor de Dios es aborrecer el mal” (Proverbios 8,13).
“El temor de Dios es fuente de vida” (Proverbios 14,27).
“Feliz el hombre que teme a Dios y ama de corazón sus mandamientos” (Salmo 112,1).
Lejos de ser un obstáculo al amor, el temor de Dios nos ayuda a tomar en serio ese amor, a vivir con coherencia, a cultivar una fe madura, a no trivializar nuestra relación con el Señor.
Si bien el lenguaje bíblico puede desconcertarnos al usar la palabra “temor”, no se trata de un error, sino de una profundidad espiritual que exige ser redescubierta.
El temor de Dios no es miedo al castigo, sino asombro, reverencia y fidelidad amorosa ante su grandeza y su ternura. Es la conciencia de que no estamos tratando con cualquier cosa, sino con el Santo, con el Creador, con el Salvador que dio su vida por nosotros.
Por eso, quien teme a Dios con este temor purificado, no se aleja de Él… se le entrega por completo.