
Dentro de la fe católica existe una distinción fundamental que con frecuencia se malinterpreta: la diferencia entre adorar y venerar. Muchos hermanos de otras confesiones cristianas, e incluso algunos católicos con formación limitada, confunden ambas actitudes, llegando a pensar que las devociones populares hacia los santos equivalen a idolatría. Nada más lejos de la enseñanza de la Iglesia.
Este artículo busca, con calma y claridad, explicar qué significa cada concepto, por qué no debemos adorar a los santos, y por qué la veneración que les ofrecemos no contradice la fe, sino que nos enriquece en la comunión con Dios.
Adoración: culto reservado a Dios
La adoración (también llamada latría) es el reconocimiento absoluto de Dios como Señor, Creador y Salvador. Solo Él es digno de recibir nuestra total entrega, nuestro culto, nuestra obediencia y amor. La adoración es lo que expresamos, por ejemplo, al orar ante el Santísimo Sacramento, al participar en la Eucaristía o al dirigirnos directamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en nuestra vida de fe.
El Catecismo de la Iglesia Católica es claro: “La adoración es el acto primero de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerlo como Dios, Creador y Salvador” (CIC 2096-2097). Ningún ángel, ningún santo, ni siquiera la Virgen María, Madre de Dios, puede ocupar ese lugar exclusivo que corresponde a la Trinidad.
Veneración: respeto y comunión en Cristo
La veneración (también llamada dulía) es un signo de respeto y gratitud hacia quienes han seguido fielmente a Cristo y hoy gozan de su gloria en el cielo. Los santos son nuestros hermanos mayores en la fe, testigos vivos del Evangelio, e intercesores que nos acompañan en nuestro camino.
La Virgen María, por su papel único en la historia de la salvación como Madre de Dios, recibe un culto especial llamado hiperdulía: una veneración superior a la de los santos, pero siempre inferior a la adoración.
La veneración no se dirige a las imágenes como si fueran dioses. Los gestos externos —como encender una vela, participar en una procesión, besar un crucifijo o inclinarse ante una imagen— no son actos de idolatría. Son expresiones visibles de fe que nos ayudan a recordar y a dirigir la mente hacia Dios, fuente de toda santidad.
Fundamento bíblico y tradición de la Iglesia
La Sagrada Escritura prohíbe la idolatría (“no te harás imagen ni la adorarás” – Éxodo 20,4-5), pero al mismo tiempo muestra respeto hacia realidades sagradas. El pueblo de Israel veneraba el Arca de la Alianza (2 Sam 6), el Templo de Jerusalén (Sal 138,2) y honraba a los grandes hombres de fe (Eclo capítulos del 44 al 50). La diferencia está en que un ídolo pretende ser un dios falso, mientras que una imagen remite a una realidad espiritual verdadera.
Esta enseñanza se consolidó en el II Concilio de Nicea (787), donde se afirmó la legitimidad de las imágenes y de la intercesión de los santos, y se ratificó siglos más tarde en el Concilio de Trento, como respuesta a las críticas de la Reforma protestante.
El valor de la intercesión
Algunos preguntan: ¿por qué no acudir directamente a Dios? Y la respuesta es sencilla: podemos hacerlo, y lo hacemos, pero la intercesión de los santos es un apoyo espiritual, como pedirle a un amigo que rece por nosotros. Cristo mismo enseñó: “Si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en los cielos se lo concederá” (Mt 18,19).
Los santos, que ya contemplan a Dios cara a cara, se convierten en aliados cercanos. Pedir su ayuda no resta nada a la gloria de Dios, sino que la amplifica, pues reconocemos en ellos la obra de la gracia divina. Como decía San Bernardo: “Una súplica sin la intercesión de la Virgen es como una petición sin alas”.
El desafío pastoral: aclarar malentendidos
Ahora bien, es cierto que en la práctica popular algunos fieles hablan de los santos como si “hicieran milagros” por sí mismos, o utilizan expresiones como “San Juditas, hazme el milagro”. Aunque dichas expresiones nacen de la fe sencilla del pueblo, pueden dar lugar a confusión si no se iluminan con una adecuada catequesis.
La Iglesia tiene aquí una tarea pendiente: no basta con que los conceptos de latría, dulía e hiperdulía aparezcan en textos doctrinales o en debates apologéticos; es necesario que sean explicados en las homilías, en la catequesis parroquial y en la vida pastoral cotidiana. De lo contrario, la devoción popular corre el riesgo de deslizarse hacia una comprensión incompleta, donde el santo aparece como “hacedor de milagros” y no como lo que es: un intercesor ante Dios y un modelo de santidad.
Venerar a los santos no es idolatría.
Venerar a los santos es reconocer la grandeza de Dios reflejada en sus criaturas. Es dejarnos inspirar por sus ejemplos y acompañar por su intercesión. Adorar, en cambio, es reconocer sólo a Dios como absoluto, el único a quien nos entregamos sin reservas.
Como católicos estamos llamados a cultivar una fe madura: honrar a los santos sin convertirlos en sustitutos de Dios, y al mismo tiempo dejar que su vida nos conduzca al centro de todo: Cristo vivo y resucitado.