
6 de agosto 2025 |
El 17 de julio de 2025, un grupo de personas se introdujeron al templo Sagrado Corazón de Jesús, ubicado a unos 90 kilómetros de La Paz, Baja California Sur, y fueron destruidas imágenes religiosas y hostias consagradas fueron arrojadas al suelo.
Por otro lado, el 15 de diciembre pasado, la capilla de la Sagrada Familia, en la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe del Risco, en la Diócesis de Ecatepec, municipio de Tlalnepantla de Baz, Estado de México, sufrió una grave profanación del Santísimo Sacramento. En la iglesia se sustrajo a Jesús Sacramentado del Sagrario y fue arrojado en las inmediaciones.
En otro lamentable incidente, en la Arquidiócesis de Tlalnepantla, también en el Estado de México, un grupo de hombres armados disparó contra los asistentes en las afueras de la Basílica de Nuestra Señora de los Remedios, en el municipio de Naucalpan. “Una mujer perdió la vida y hubo también varios heridos”, señaló la arquidiócesis.
Más recientemente, el 26 de julio, se registró un robo en la capilla Nuestra Señora de la Merced, ubicada en la Colonia Villas La Merced en Torreón. Los presuntos responsables ingresaron al templo por un boquete que hicieron en la estructura para acceder al interior llevándose el cáliz y otros artículos religiosos.
Estos son sólo algunos casos de profanación de templos vulnerados por actos que van más allá de un simple robo o vandalismo. Se trata de profanaciones, especialmente dolorosas cuando lo que ha sido ultrajado es el mismo Cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía.
Pero ¿qué significa exactamente que una iglesia ha sido profanada? ¿Y cómo reacciona la Iglesia ante un hecho así?
Una herida al corazón de la fe
Para la Iglesia católica, una profanación ocurre cuando un lugar sagrado, como una iglesia, una capilla o un altar, es utilizado o tratado de manera gravemente irrespetuosa, contraria a su dignidad.
La profanación es mucho más que un acto material: es una ofensa espiritual. Y cuando lo que se profana son las hostias consagradas —es decir, el Cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía—, el agravio toca el centro mismo de nuestra fe.
Un robo de objetos litúrgicos ya es doloroso, pero cuando el objetivo son el sagrario y las formas consagradas, estamos frente a un acto que la Iglesia califica como sacrilegio, un pecado gravísimo contra lo más santo.
No basta con barrer los escombros
Ante una profanación, no basta con limpiar el templo y cambiar cerraduras. La Iglesia, como madre y maestra, actúa no sólo con sentido práctico, sino con profundo respeto por lo sagrado. Por eso, detiene toda actividad litúrgica en el lugar afectado y dispone un rito de reparación o desagravio, que busca restituir la dignidad perdida y sanar espiritualmente la herida abierta.
Es lo que nos recuerda el derecho canónico en su canon 1211: “Los lugares sagrados pierden su dedicación o bendición si han sufrido daños tan graves y horrendos que no se pueden ya usar para el culto, hasta que se hayan reparado con el rito previsto por el derecho”.
¿En qué consiste el rito de reparación?
El proceso comienza con una verificación del daño. El párroco informa al obispo diocesano, quien evalúa la gravedad del hecho y determina si es necesario un rito especial de reparación. Este rito puede incluir varios momentos solemnes:
- Rito penitencial fuera del templo, como signo de duelo y purificación.
- Entrada procesional con salmos, letanías y aspersión con agua bendita.
- Oraciones de desagravio, pidiendo perdón a Dios por el sacrilegio cometido.
- Reconsagración del altar y del sagrario, si fueron profanados.
- Celebración de la Eucaristía, con especial énfasis en la misericordia y la reparación.
- En muchos casos, se invita también a la comunidad a una jornada de adoración eucarística.
Todo esto tiene un profundo sentido: restituir el carácter sagrado del lugar, sanar la herida causada al Cuerpo de Cristo y unir a la comunidad en una actitud de fe y reparación.
Renovar el amor por lo sagrado
Aunque una profanación es motivo de dolor, también puede ser ocasión para renovar nuestro amor y respeto por el templo, el altar, el sagrario. Es una llamada a no acostumbrarnos, a no entrar al templo como quien entra a cualquier lugar, a recordar que estamos pisando tierra santa.
Los templos no son edificios vacíos. Son espacios donde Dios se hace presente, donde la comunidad se reúne para orar, llorar, celebrar, suplicar, agradecer. Y por eso, cuando son heridos, toda la Iglesia se conmueve y responde con fe, con oración, con dignidad.
Cuidemos lo que es de Dios
Hoy más que nunca, en un mundo que a veces banaliza lo sagrado, estamos llamados a custodiar con amor los templos y la Eucaristía. A saber que entrar a una iglesia no es un gesto cualquiera, y que el respeto a lo sagrado no es cosa del pasado, sino un acto de amor y de fe viva.
Que nunca falten manos que limpien, ojos que vigilen, corazones que adoren. Y si alguna vez el templo es profanado, sepamos que no sólo se levanta con ladrillos y escobas, sino con gestos de fe, liturgias de reparación y una comunidad unida que dice: “Señor, te pedimos perdón, y te adoramos con todo el corazón.”