La madrugada del 19 de mayo, el silencio de la comunidad de San Bartolo de Berrios, en el municipio de San Felipe, Guanajuato, fue quebrado por más de cien disparos. Siete jóvenes, algunos menores de edad, fueron asesinados sin piedad en la plaza principal del pueblo, tras una fiesta organizada por la parroquia local. El ataque, presuntamente cometido por el Cártel de Santa Rosa de Lima, dejó una estela de sangre, dolor y preguntas que interpelan a todos: al Estado, al Poder Judicial, a la Iglesia… y también a nosotros, los creyentes.
Condena que no basta
La Arquidiócesis de León y la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) condenaron el ataque, exigieron justicia y lamentaron la pérdida de vidas jóvenes. Pero muchos católicos nos preguntamos: ¿por qué la jerarquía eclesial guarda silencio ante las causas estructurales que alimentan esta violencia?
¿Por qué no denuncia también la corrupción del Poder Judicial que ha liberado, entre 2022 y 2025, a más de 160 miembros del crimen organizado, entre ellos fundadores de cárteles y autores de secuestros y homicidios? ¿Por qué no se alza la voz profética contra los gobiernos que, tras décadas en el poder, han normalizado el abandono institucional de regiones enteras, principalmente de Guanajuato?
Fiesta en la oscuridad
Los hechos ocurrieron después de una celebración parroquial, en la madrugada. Es legítimo preguntarnos: ¿estamos organizando festejos desde la fe o repitiendo dinámicas del mundo? ¿Por qué la Iglesia sigue promoviendo fiestas con música mundana y alcohol en zonas vulnerables y a deshoras? ¿Dónde queda el discernimiento pastoral? ¿Quién asume la responsabilidad cuando la celebración se convierte en escenario de tragedia?
No basta con condenar los hechos. Es necesario revisar profundamente nuestras prácticas evangelizadoras. Porque si la evangelización no transforma vidas, si no forma conciencias, si no fortalece a nuestros jóvenes frente a la tentación del crimen y el dinero fácil, entonces nos hemos quedado en la superficie. ¿De qué nos sirve tener templos llenos si nuestros jóvenes siguen vacíos de esperanza?
El poder judicial y la impunidad
La sangre derramada en San Bartolo no sólo es fruto de un crimen, sino de muchas omisiones. En los últimos años, jueces mexicanos han emitido casi 200 resoluciones que favorecieron a criminales, incluyendo sentencias absolutorias, cambios de medidas cautelares y traslados irregulares. Algunos de esos criminales han regresado a las calles a seguir sembrando muerte.
La reforma judicial propuesta para que el pueblo elija a sus jueces por voto directo busca devolver legitimidad a un sistema capturado por intereses oscuros. Y sin embargo, sectores de la jerarquía eclesiástica y del empresariado la han rechazado, temiendo perder privilegios que nunca debieron tener.
El grito de la sangre
Dios preguntó a Caín: “¿Dónde está tu hermano?” Y Caín respondió: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”. Pero Dios replicó: “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Gn 4,9-10).
Esa sangre inocente, la de los jóvenes de San Bartolo, también clama. Clama por justicia, pero también por verdad. Clama por profecía. Clama por conversión. Clama por pastores que no teman mancharse los pies en el lodo de la historia. Clama por fieles que no se conformen con rezar, sino que también se atrevan a actuar.
¿Y ahora qué?
Como Iglesia, debemos hacer un profundo examen de conciencia. No basta con pedir paz; hay que trabajar por ella. No basta con organizar fiestas; hay que formar corazones. No basta con pedir justicia; hay que ser voz de los que no tienen voz, denunciar estructuras de pecado y acompañar verdaderamente a las víctimas.
Si no lo hacemos, seremos cómplices pasivos de la tragedia nacional. Y cuando la sangre vuelva a correr —porque, lamentablemente, todo indica que volverá a correr— no bastarán los comunicados. Dios nos pedirá cuentas.