Reflexión dominical: ¿Amar a Dios más que a la familia?

Domingo | 7 de septiembre | 2025

“Amar primero a Dios no es amar menos a la familia, es aprender a amarla para siempre”

Las lecturas de este domingo nos colocan frente a un desafío que toca lo más íntimo de nuestra vida: el amor a la familia. 

El libro de la Sabiduría nos recuerda que la mente humana es limitada y que sólo con el Espíritu de Dios podemos enderezar nuestros caminos (Sab 9, 13-19). 

San Pablo, en la carta a Filemón, enseña que el Evangelio transforma incluso las relaciones humanas más arraigadas, como la del esclavo y su amo, convirtiéndolas en fraternidad (Flm 9-17). 

El Evangelio de Lucas, con palabras que estremecen, nos dice que si alguien quiere seguir a Cristo, debe preferirlo incluso sobre su padre, su madre, su esposa, sus hijos y aun sobre sí mismo: “Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 25-33).

¿Cómo entender esta exigencia? ¿Por qué Jesús, que tantas veces defendió el amor familiar, parece ahora “ponerlo en segundo lugar”?

El sentido radical de las palabras de Jesús

Lo primero es comprender que el Evangelio no destruye el amor a la familia, sino que lo purifica y lo ordena. Jesús no nos pide que dejemos de amar a los nuestros, sino que ese amor no se convierta en un límite o en un obstáculo para seguirlo. No se trata de amar menos a la familia, sino de amar más y mejor: amar en Dios, con Dios y desde Dios.

El amor humano es grande, pero frágil. Quien ha sufrido un abandono, una traición o una división familiar lo sabe: el amor humano necesita ser sostenido por algo más fuerte que las emociones. Al poner a Dios en el centro, Jesús nos asegura que el amor familiar no quedará disminuido, sino fortalecido. Amar primero a Dios no significa restar amor a la familia, sino darle fundamento y profundidad.

Amar a Dios para amar mejor a la familia

En nuestra sociedad, uno de los males más profundos es el abandono de la familia: padres que se desentienden de los hijos, matrimonios que se quiebran por falta de compromiso, hijos que no cuidan a sus padres, hijos incluso que se enemistan por años de sus hermanos. Justamente allí las palabras de Jesús cobran sentido: sólo quien ha aprendido a amar a Dios con todo el corazón puede amar de manera fiel, constante y generosa a su familia.

Jesús no nos pide que renunciemos al amor familiar, sino que lo liberemos de los egoísmos, de los condicionamientos y de la fragilidad. Poner a Dios en primer lugar significa que la familia ya no es “posesión” ni “apoyo” condicionado, sino comunidad donde se ama de manera gratuita, fiel y eterna.

La cruz como escuela de amor

En el mismo Evangelio que leemos hoy en misa El Señor nos recuerda que quien quiera ser su discípulo debe cargar la cruz. Esta no es sólo el sufrimiento, sino la decisión de vivir el amor hasta el extremo. 

Cuando un padre cuida de su hijo enfermo, cuando un hijo sostiene a sus padres ancianos, cuando un esposo o esposa permanece fiel en la dificultad, allí se carga la cruz. Y ese gesto, lejos de ser una derrota, es un acto de amor que encuentra en Dios su fuerza más profunda.

Sí quisiéramos resumir las lecturas dominicales de la misa de hoy domingo, diremos que la paradoja del Evangelio es que, al pedirnos amar a Dios por encima de la familia, Jesús nos invita a amar de manera más plena a la misma familia. 

Amar primero a Dios no es una traición a los nuestros, sino la mejor manera de amarlos. Sólo en Él el amor humano deja de ser pasajero y se convierte en eterno.

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